A pesar de que en 1609 los negros cimarrones acaudillados por Yanga se comprometieron a reducirse al pueblo de San Lorenzo Cerralvo de los Negros y a vivir pacíficamente, prestando servicio de lanceros y capturando a los cimarrones que de ahí en adelante huyeran a las montañas de Zongolica y Mazateopa, por más de un siglo las fugas de los esclavos de los trapiches de Córdoba y Orizaba continuaron. Pese a las muchas expediciones militares para acabar con los cimarrones, el problema seguía vivo durante la primera mitad del siglo XVIII. Los negros y mulatos fugitivos salteaban los caminos, rancherías y haciendas y se remontaban a sus palenques sierra arriba, hasta las estribaciones más intrincadas de las montañas. Deseosos de dejar esa vida errante y peligrosa, en 1734 los cimarrones propusieron a las autoridades virreinales de Veracruz y Córdoba que a cambio de su libertad y de que se les permitiera congregarse en un pueblo, como fue el caso de San Lorenzo, se integrarían a las milicias y cazarían a los negros que a partir de entonces se fugaran. Pero los trapicheros de Córdoba y Orizaba, temerosos de que esa acción provocara una avalancha de esclavos huidos que luego buscaran el real indulto se opusieron terminantemente, de manera que las negociaciones fracasaron.
Un año después, en 1735, con la complicidad de los cimarrones, se concertaron los esclavos para realizar una insurrección general. El foco desde donde irradió la rebelión fue el trapiche de Omealca. La represión fue sangrienta. Se movilizaron tropas del puerto de Veracruz, a los mulatos y morenos libres de Cosamaloapan, Tlalixcoyan, Los Tuxtlas y Tesechoacán, y a otros varios cuerpos de milicianos. Se quejaban los trapicheros del despropósito de los esclavos de clamar por su libertad:
“No hubo otro principio de este ruidoso y costoso movimiento que el haber los cimarrones por sí, o por terceras personas, hecho entender a los esclavos de las haciendas que eran libres. Y ya sea por el innato deseo que todos tienen de sacudir el yugo de la servidumbre, o por la maligna inclinación que es regular en gente de esta condición, sin atender a la despreciable calidad y pésima nota de sus autores, como si lo hubiera dicho el Espíritu Santo, bastó para que habiéndose comisionado a Don Agustín Moreno para la Vista de los ingenios, levantasen todos la voz apellidando libertad (cuyo nombre siempre ha sido peligroso entre esclavos y cautivos) se agavillaron en la hacienda de Omealca, llamándose a pueblo. Y de allí salían a los caminos a robar y cometer con barbaridad todo género de insultos y hostilidades” (AGN, Tierras, vol. 3542, f. 77).
Por cinco meses los trapiches y plantaciones tabacaleras de Córdoba, permanecieron inactivos. Los rebeldes resistieron “como fieras”, pero finalmente fueron reducidos de nueva cuenta a la esclavitud. Esas operaciones costaron a la Corona y a los hacenderos dueños de las esclavonías, unos cuatrocientos mil pesos.
Un núcleo de negros que logró huir formó varios palenques en la sierra de Zongolica. Aunque fueron combatidos una y otra vez por las milicias y guardias de los trapicheros, nunca se pudo extinguir a los negros cimarrones, que por 40 años resistieron los embates, y cuyas filas iban engrosando año con año. En 1758 el dueño de la hacienda de La Estanzuela, ubicada en la cuenca del río Papaloapan, les ofreció a los cimarrones su protección a cambio de que dejaran su vida errante y se establecieran en un pueblo. Para demostrar su buena fe les permitió establecerse en los parajes de Palacios, Breve Cocina y Mandinga, que se encontraban en las primeras estribaciones de la sierra. Aunque con desconfianza, los antiguos esclavos se acercaron a los llanos del Papaloapan. Cuando en 1760 escapó de los trapiches de Córdoba un grupo de 14 esclavos, el capitán de los cimarrones Fernando Manuel los buscó y entregó a sus dueños, para disgusto de su Capitán de Campo, llamado Macute. Entonces se formaron dos bandos, uno a favor de buscar el indulto y congregarse en un pueblo, y otro, desconfiado, que quería remontarse a lo más inaccesible del monte. El capitán Macute promovía la segunda opción. Pero el bando de los moderados, capitaneado por Fernando Manuel, al cual se adhirió la mayoría de cimarrones, salió triunfante en un sangriento enfrentamiento en el cual hirieron e hicieron prisioneros a sus contrarios. Fueron 19 negros, entre hombres, mujeres y niños, los vencidos, mientras que sus vencedores se contaban en 54. En señal de buena voluntad entregaron los cautivos a sus antiguos dueños a través de terceras personas. A partir de entonces lograron hacer otras 11 aprehensiones de negros y mulatos esclavos aspirantes a cimarrones (AGN, Tierras, vol. 3542 9).
Deseosos de vivir libremente y necesitados del “pasto espiritual”, según sus propias palabras, un grupo de 19 cimarrones acudió a la defensa del puerto de Veracruz en 1762, con motivo de la guerra de España contra Inglaterra. Estaban capitaneados por Fernando Manuel y cada uno costeó sus gastos de estancia, caballos y armas durante los meses que estuvieron de guardia. A cambio de sus servicios el virrey les concedió el indulto y nombró a Fernando Manuel sargento de su cuadrilla. Los negros aceptaban que habían cometido tropelías, pero se justificaban diciendo que sólo buscaban su subsistencia y que mucho de lo que necesitaban lo obtenían a través de la complicidad con otros negros libres del puerto de Veracruz que subrepticiamente los surtían de mercaderías, pues semillas y otros bastimentos tenían suficientes, ya que se dedicaban a sembrar maíz y cacahuate, cuyas cosechas comerciaban con algunos viandantes de la alcaldía de Teutila.
Amparados por el alcalde mayor de Teutila, Diego Fernández de Otáñez, los cimarrones de Mazateopan lograron que finalmente se les concediera fundar su propio pueblo y vivir libremente, para disgusto y resistencia de los dueños de las esclavonías. Así fundaron en 1769 Nuestra Señora de Guadalupe de los Morenos de Amapa, también llamado Pueblo Nuevo, ubicado entre la montaña y el llano, siendo su primer alcalde Fernando Manuel. A cambio se comprometieron a servir en las milicias de pardos y morenos libres y acudir a la defensa de la costa, a no alentar la fuga de los esclavos, a reprimirlos cuando se rebelaran, y a cazarlos cuando de allí en adelante se fugasen. Tampoco aceptarían a los desertores de las milicias y tenían prohibido relacionarse con los demás esclavos negros y con los mulatos de San Lorenzo de los Negros. Igualmente estaban obligados a asistir a misa, componer su iglesia, desterrar a los viciosos y aprehender a los maleantes del pueblo.
Los españoles dueños de haciendas insistían en que no era justo premiar a los negros con su libertad después de sus muchos delitos, pues sólo se fomentaba el deseo de más esclavos para escaparse. Argüían que, a pesar de la dura represión de 1735, volvieron a rebelarse los esclavos de Córdoba en 1741 y 1749. “No es este temor pánico nacido de alguna preocupación sino bien fundado en la experiencia y conocimiento de la ligereza, inquietud, barbaridad y fiereza de aquellos negros. Que no son capaces de reducirse con razones, y que una vez conmovidos se obstinan, de manera que en vez de acobardarse más se enfurecen y ensangrientan con la presencia de la muerte (…). Ella es una gente que perdido el natural horror a la muerte, vuelven fácilmente a reincidir en los mismos delitos” (AGN, Tierras, vol. 3542, f. 81).
Los morenos de Amapa II
También los negros, nuevos vasallos de la Corona, desconfiaban de sus antiguos amos, pensando que podían acusarlos falsamente, presionarlos y aprisionarlos hasta desaparecerlos, “como sin duda es su principal intento”. Y se miraban en el espejo de San Lorenzo de los Negros “que tuvieron el mismo principio que nosotros ahora, y habiéndoles dado pocas tierras, poco a poco se las han ido cerrando los hacenderos vecinos, tratándolos injustamente con la voz de perros levantados y por no poder mantenerse andan vagando de una a otra parte solicitando su manutención, y esto que es tan natural lo miran como delito siendo pobreza…” (AGN, Tierras, vol. 3542, f. 104).
Pero el pueblo de Amapa prosperó, y junto a San Lorenzo Cerralvo y Tesechoacán, fue uno de los pocos pueblos afromestizos con gobierno propio. Había multitud de parajes habitados por negros, pero eran prácticamente itinerantes, pues desaparecían en cuanto los hacendados pretendían cobrarles el derecho de piso por sus siembras, aunque siempre estaban disponibles para participar en la milicias de morenos libres. Entre los parajes de negros que podemos mencionar para la alcaldía mayor de Acayucan están Cuatotolapan, Cosahuilapa, Michapan, Chichón, Cuitlazoyotl, Tesorero, El Juile, Almagres, Solcuauhtla, Mapachapa, Temoloapan, Buena Vista, Chacalapa, Tonalapa, Los Quemados, Santiago Jomate, Chicaján, El Marquesillo, Cuatotolapan, El Coyol, Cerro Alto, Hueyapan y Corral Viejo. En Cosamaloapan estaban los parajes de El Maguey, El Nopale, Sonsonteopa, Joachín, Paso Carretas, Tesechoacán, Orilla del Tonto, El Potrero, El Amate, San Nicolás, Chiltepec, Amajaque y varios más (AGN, Indiferente de Guerra, vol. 416A). Los negros de estos parajes llegaron a representar hasta el 30 % de la población total de la alcaldía de Acayucan, pero en la zona comprendida entre el río Papaloapan y el río San Juan Michapan llegaron a ser el 90 %. Algunos negros y pardos eran dueños de pequeños ranchos ganaderos y parcelas para siembra de algodón y maíz. Por lo menos eso sucedía en Cruz del Milagro, Amajaque y Mapachapa (AGN, Tributos, vol. 51, exp. 6, fs. 84-145; Delgado, 2000).
Había razón para que negros mulatos y pardos vivieran en parajes. Vivir en pueblo de españoles y en cabeceras parroquiales tenía varias desventajas, como pagar por todos los servicios religiosos y erogar varios tributos extraordinarios. Por ejemplo, en el siglo XVIII, cuando moría un cofrade, fuera español o pardo, se pagaba 12 pesos al párroco. Cuando bautizaban a un indígena, si el padrino era indígena pagaba sólo 3 reales de limosna, pero si era un español o pardo el precio subía a 1 peso. Por un casamiento los españoles pagaban 20 pesos, mientras que los pardos sólo pagaban quince. Los indios pagaban 4 pesos y un real, como máximo, si se casaban con una doncella, pero casarse con una viuda costaba sólo 20 reales. Por el entierro de un español se pagaba 11 pesos, el de un pardo costaba 7 pesos y 4 reales y el sepelio de un indio sólo costaba 4 reales.
Las autoridades españolas se quejaban de esos afrojarochos que vivían desperdigados en parajes, matas y jaros: los negros vaqueros y madereros se amancebaban con las esclavas de las haciendas y robaban mujeres indígenas, los pescadores aliñaban el ganado ajeno, y los robos a los caminantes eran frecuentes. Cuando Miguel del Corral visitó la zona en 1777 decía que los terrenos contiguos a las márgenes de los ríos Tonto y Tesechoacán eran de excelente calidad y se levantaban abundantes cosechas. Esas orillas de los ríos estaban pobladas por numerosas rancherías, “pero últimamente las han mandado retirar los alcaldes mayores de Teutila y Cosamaloapan, habiendo quedado muy pocas, que son de españoles”. Las casas retiradas eran de los pardos y negros de la zona, que habían convivido frecuentemente con los cimarrones de Amapa. Esos caseríos no sólo los retiraron “sino que les quemaron sus ranchos; habiéndonos informado del motivo de esta despoblación, nos dicen que había sido porque se cometían algunos excesos por los rancheros; siendo lástima queden estas tierras baldías, podría tomarse providencia para tenerlas a raya, poniendo un teniente de campo y sujetándolos al pueblo más inmediato, que es el Pueblo Nuevo de la Real Corona, fundado por los años de 1768 de los negros que habiéndose huido de la Villa, Orizaba y otras partes, se habían refugiado a un palenque, desde donde salían a cometer varios robos. Estos negros se presentaron por el año de 62 ofreciéndose servir a S. M. y pidiendo su indulto, que se les concedió y desde entonces hasta que se congregaron en este pueblo vivieron sin hacer daño a nadie, buscando su sustento, sembrando sus milpas y con la caza”. Ese Pueblo Nuevo, llamado también Nuestra Señora de Guadalupe de los Morenos de Amapa, era habitado ese año por 260 negros y mulatos (Del Corral, 1963: 38-39).
Otra era la visión de los vecinos españoles e indígenas sobre los antiguos cimarrones. Apenas a ocho años de haberse fundado, y un año antes de la descripción de Miguel del Corral, el pueblo de Amapa ya era tenido en el mismo concepto que los demás pueblos de negros. Se decía que era refugio de aventureros de todas las castas y que su mal ejemplo había cundido en sus vecinos indios de Soyaltepec, que ahora faltaban a misa y a diario iban a Amapa para embriagarse y armar escándalos. Los vecinos españoles afirmaban que eran “indios viciados por vivir entre negros” y que la vecindad del pueblo de Amapa “era mala, viciosa y osada”. Y agregaban que los negros de Amapa “todavía conservan sus depravadas costumbres de robar” y que sus “pecados y vicios cunden como peste”, además de que seguían robando ganado de la hacienda de La Estanzuela, “lo que da a entender subsisten en el mismo estado que antes, de ladrones y osados” (AGN, Tierras, vol. 3542, libro 3º).
Esos negros “osados y viciosos” engrosaron las filas de la insurgencia apenas iniciaron las luchas independentistas. El cura de Jamapa, Pedro Benigno Carrasco, pedía mano dura contra ellos y exigía a las autoridades virreinales que se pusieran bajo su mando cien infantes y veinte lanceros de Acayucan para quemar Amapa, recuperar Tlalixcoyan y desalojar a los insurgentes de sus refugios en las lagunas de La Camaronera y Mosquitero. No se lo concedió el virrey, pues ya había demasiados curas en ambos bandos, pero envió tropas al mando del marino Juan Topete, que lograron finalmente convertir en cenizas el pueblo de los morenos de Amapa. Pero esa es otra historia que alguien más debería contar.
Los morenos de Amapa. Posdata.
En la historia regional Yanga es símbolo de libertad y rebeldía. Se dice, sin razón, que el viejo príncipe africano nunca cumplió su compromiso de entregar a los negros fugados de los trapiches. Pero en los expedientes de los archivos General de la Nación y Municipal de Córdoba consta que los negros de San Lorenzo Cerralvo persiguieron y cazaron cimarrones desde su fundación en 1609 hasta principios del siglo XIX. En fecha tan temprana como 1642, por ejemplo, se quejaban, esos mismos negros, de que habiendo aprehendido a varios esclavos huidos que estaban rancheados en la otra banda del Río Blanco, los entregaron al alcalde mayor, quien les pagó 50 pesos por cada uno, pero el funcionario virreinal cobró a 150 pesos por pieza a los trapicheros (AGN, Reales Cédulas, D49, exp. 14). Gemelli Careri en su viaje a Veracruz en 1697 refiere: “…me quedé a comer en el pueblo de San Lorenzo de los Negros, situado en medio de un bosque. Como está habitado todo por negros, allí parece que se está en Guinea. Por lo demás son de hermosas facciones y aplicados a la agricultura. Tienen su origen en algunos esclavos fugitivos: les fue permitido vivir en libertad con tal de que no recibieran a otros negros fugitivos, sino que los entregaran a los dueños, cosa que observan fielmente” (Gemelli, 1976: 151).
En 1735, en otra rebelión de los esclavos de Omealca y San Juan de la Punta, que logró reunir a unos 600 sublevados, los negros de San Lorenzo Cerralvo estuvieron en la primera línea de las milicias que iban a combatirlos. Uno de los jefes cimarrones, Antonio Fermín, decidió negociar con los españoles y pidió su libertad a cambio de entregar al líder de todos ellos, Joseph Pérez, quien pedía libertad para todos aunque para lograrla perdieran la vida (AMC, vol. 21, fs. 11-14). Es decir, muchos cimarrones ganaron y mantuvieron su libertad a costa de la libertad de los esclavos que huyeron en lo sucesivo. Pero el único cimarrón negro intransigente, que se negó a cambiar su libertad por la de otros terminó como esclavo y se le marcó con el infamante sobrenombre de Macute, que en las lenguas africanas significa “mentiroso”. Hoy Macute quedó en el olvido mientras que Yanga forma parte de la historia de bronce.